Por Jorge Coscia
Secretario de Cultura de la Nación
El martes pasado, durante la presentación de mi gabinete en la Secretaría de Cultura, luego de la entonación del himno nacional, algunos de los presentes cantamos la marcha peronista. Fue espontáneo y no premeditado.
Es cierto que era previsible, como también lo fue la reacción de quienes consideraron que el canto era inapropiado.
De algún modo, en mi discurso de aquel día me anticipé a dichas reacciones, al agradecer el respeto o la tolerancia de quienes no participaron de la entonación de la famosa marcha que popularizaran millones de descamisados.
Yo soy el Secretario de Cultura de todos los argentinos, y eso me honra.
Pero la indignación que, en reiterados comentarios, dejan traslucir algunos intelectuales, me obliga a ofrecer mis disculpas inmediatamente.
Pido perdón, en primer término, a Miguel Cané y a su memoria, ya que la sala que lleva su nombre fue ultrajada por los versos peronistas. El autor de Juvenilia, que fuera también impulsor de la ley que reprimió y expulsó del país a miles de obreros anarquistas en los tiempos del centenario, no vivió la segunda tiranía, pero seguramente reconocería de inmediato la barbarie y el gesto impúdico avalado (y entonado) por un Secretario de Cultura de la Nación.
Me disculpo también con la familia Casares, que alguna vez habitó ese palacio de la calle Alvear y lo ofreció para ceremonias más cultas y refinadas, aunque no logró evitar que la clase ganadera que lo frecuentaba fuera merecedora del mote rastaquouère, por parte de visitantes tan ilustrados como Clemenceau.
Seguramente Miguel Cané no pensó en aplicarle al culto y politizado escritor francés el rigor de la Ley de Residencia.
Me excuso finalmente por no haber seguido las rigurosas normas que marcan de un modo estricto cómo debe entenderse la libertad de la cultura.
Pido perdón por ser un nostálgico dirigista que pretenderá marcar desde el sillón de la calle Alvear los caminos impredecibles que toma la cultura.
Para algunos críticos se trata de liberar de ataduras la potencia creadora de nuestros artistas. Todo debe ser posible, dicen, menos, por supuesto, cantar la marcha peronista.
Es, parece, imperdonable haber pensado que como Secretario de Cultura debía expresar con sinceridad y transparencia una posición política, en lugar de tratar de agradar exclusivamente a quienes desde siempre impusieron la agenda cultural de la Argentina.
¡Cuánta omnipotencia la mía al pensar que sí, que la política suele determinar la cultura de una sociedad! ¡Qué desatino creer que el ocultamiento de los desnudos de la Capilla Sixtina o las 300 películas que se pudieron filmar desde que se recuperó la autarquía del cine, tuvieron que ver con decisiones políticas!
¿Cómo es posible además cometer la torpeza de citar en un discurso los nombres de Arturo Jauretche o Raúl Scalabrini Ortiz?
¿Por qué no recité algún párrafo de Jorge Luis Borges o hice algún comentario agudo sobre Michel Foucault o Antonio Gramsci? (a quienes por otra parte suelo leer con enriquecedora frecuencia).
No lo hice y para peor, tuve la osadía de nombrar a Jorge Abelardo Ramos, a Jorge Enea Spilimbergo y a Norberto Galasso.
¡Qué atrevimiento poner sobre la mesa a los hombres que me inspiran!
Para cuidarme, esas nobles paredes de la calle Alvear deberían haberme susurrado: Prudencia Coscia, ya corrés con desventaja desde tu apellido; demostrales que sós un dócil advenedizo, que agradece las dulces caricias de los que suelen brindar en estos salones.
Pero no. Sabía la letra maldita y cuando se largaron algunos de mis compañeros y amigos a cantar la marchita, olvidé todas esas cosas y cometí una zoncera imperdonable.
Seguramente surgió en mí ese sentimiento de revancha que, según dicen, nos anima sólo a nosotros y rara vez a quienes nos han censurado, encarcelado, proscripto, discriminado o difamado.
Eso fue hace mucho, me aclaran. Y esto otro también: cuentan que Napoleón, una vez que se coronó Emperador, prohibió que sus ejércitos entonaran la irreverente marcha de los Sans Culottes.
La censura duró hasta que el invierno ruso puso en retirada a sus legiones. En los días finales, autorizó la marcha que remitía a los jours de gloire de 1789, pero ya era tarde y las tropas rusas, prusianas e inglesas, volvieron a prohibir la marchita de los descamisados franceses.
Curiosa paradoja.
La marcha peronista fue un grito de los desplazados; nació casi como la contracara de la entonces orgullosa marsellesa que entonaban los manifestantes antiperonistas del '45.
Olvidé que las marchas sólo se vuelven respetables cuando se cantan en otro idioma, y en especial cuando las revoluciones que las inspiraron triunfan.
La historia, se sabe, siempre la escriben los ganadores.
Y sería bueno recordar que los muchachos, aunque unidos, no siempre triunfamos, lo que se vuelve evidente para cualquiera que analice las variables económicas y sociales del '55 a esta parte.
Pero como tampoco perdimos del todo y los últimos seis años hemos dado muchos pasos adelante, a veces caemos en la tentación y, orgullosos, damos un grito de corazón.
Por todos esos exabruptos, me disculpo.
Una melodía familiar e incorregible, me resuena involuntariamente en mi cabeza: Perdón, perdón... qué grande sos...